LA TRANSICIÓN ENERGÉTICA AL COMPÁS DE LA INDUSTRIA LOCAL

18 enero 2022

(Cenital) Lograr una matriz energética más limpia debe ser el horizonte de la transición energética. Sin embargo, no debe ser el único. Bien diseñada, tiene la capacidad de transformar la capacidad productiva, democratizar los procesos decisorios en torno a la energía y resolver problemas estructurales del país. Por este motivo, es central darle a este tópico el lugar que se merece en el debate público.

El tren no siempre pasa dos veces. Es momento de subir

Lo primero que hay que entender para hablar sobre transición energética es el momento histórico en el que nos encontramos. Cada cincuenta o cien años, el capitalismo es atravesado por oleadas de cambio tecnológico que modifican las reglas de juego, reconfigurando la economía y las relaciones sociales. Como ejemplos recientes modernos tenemos al surgimiento de la electricidad a fines del SXIX o la Revolución de las Comunicaciones, alrededor de un siglo más tarde. Una de las oleadas más grandes está sucediendo actualmente en el sistema energético, el cual está atravesando una doble revolución: por un lado, está en marcha una transición desde un régimen basado en petróleo hacia otro en electricidad –la llamada electrificación- y por otro, las fuentes de generación de electricidad renovables -como el sol o el viento- aparecen para reemplazar a las no renovables.

Desde la teoría del desarrollo económico, se entiende que estas grandes oleadas son oportunidades de desarrollo industrial para quien las identifica en etapas iniciales del proceso, antes de que las tecnologías maduren y aparezcan costosas barreras de entrada. De ahí su nombre, ya que el proceso es similar a surfear una ola: para agarrarla hay que entrar temprano. Luego, te lleva puesto.

Lo central es que cuando cambia el sistema energético, cambia todo. El régimen energético no es un sector más, sino el principal sector que tiene que ver con la subsistencia humana. En esencia, implica las formas en las cuales una sociedad se organiza para obtener energía de su entorno y distribuirla para hacer todo lo que hace –desde transportarse, hasta estudiar, conectarse a internet, iluminar un hogar, cocinar, producir o hacer arte. El hecho de que no haya acción que pueda realizarse sin consumir energía permite asegurar que el sector que produce energía subsidia a cualquier sector que no la produzca –o sea, a todo el resto-. Por esto, se dice que el nivel de complejidad social depende de la disponibilidad de energía. O sea, el acceso a energía es una condición necesaria para el desarrollo. Sin embargo, no es una condición suficiente, ya que “ni la abundancia de fuentes energéticas ni un alto consumo de esta garantizan la seguridad de un país, el confort económico o la felicidad personal.” (Smil, 2004).

Una transición desde un régimen energético hacia otro es capaz de traccionar a toda la economía en el camino, ya que implica cambiar la infraestructura más compleja y gigante que creó la humanidad (Smil, 2010). Esta gran infraestructura tiene tres componentes principales. En primer lugar, tenemos la tecnología núcleo de la generación de la energía, compuesta por todo lo necesario para realizar la extracción y prospección –podemos pensar en yacimientos petrolíferos para extraer petróleo o en parques eólicos para transformar viento en electricidad-. Luego, tenemos a todas las infraestructuras asociadas a las distintas fuentes de energía: infinidad de gasoductos, cientos de miles de tuberías, líneas de alta tensión que conectan a todo el país, estaciones de servicio en cada pueblo. Por último, tenemos al paquete tecnológico relacionado a los distintos usos finales que le damos a cada fuente de energía –desde un motor a combustión que transforma el combustible líquido en movimiento hasta bancos de baterías para un auto eléctrico-. En criollo, “los fierros”.

Una transición energética, entonces, es mucho más que cambiar de fuentes de energía. No hablamos sólo de reemplazar petróleo por viento. Implica 1) desarrollar y difundir nuevas tecnologías de explotación de recursos energéticos, 2) madurar los paquetes tecnológicos asociados y 3) instalar las infraestructuras requeridas para garantizar su difusión social. Una transición energética es un proceso de cambio tecnológico estructural, por un lado, y de modos de organización social, por otro lado. Comprender esto es central por diversas cuestiones, pero hay dos que resaltan por su relevancia.

En primer lugar, ayuda para tener una noción de los plazos temporales que requiere una transición de este tipo. No estamos hablando de algo que suceda de un año para el otro. La historia demuestra que el ritmo de una transición es comparable a cualquier proceso de cambio tecnológico estructural que -salvo en el caso de la informática y los microprocesadores-, son procesos graduales, inerciales y suelen llevar décadas. La máquina a vapor es tal vez el ejemplo que mejor ilustra esta lentitud en los cambios. Creada hace más de 200 años, esta tecnología domina al día de hoy la forma en la cual generamos electricidad -Casi siempre lo hacemos igual: generamos calor de distintas formas, que al entrar en contacto con el agua, produce vapor, y este mueve turbinas que generan electricidad-. Los motores a combustión son otro gran ejemplo. Creados hace más de 100 años, hoy dominan el transporte mundial. Esto quiere decir que estamos pensando en horizontes de largo plazo, lo cual requiere construir consensos más allá de la decisión de un gobierno de turno.

En segundo lugar, sirve para pensar cómo hacer que el cambio en la matriz energética motorice un cambio en la matriz productiva. Para que esto suceda, hay que evitar caer en la confusión generalizada de pensar en la transición como un tema de recursos naturales (aprovechar más el sol o el viento). Se trata, en esencia, de desarrollar tecnologías capaces de transformar esos recursos en usos útiles para el conjunto de la sociedad.

Palanca o traba

La realidad es que la transición va a suceder. Lo que no se sabe aún es cómo ingresamos a ese proceso: podemos ser pioneros o quedar rezagados. Como menciona Hurtado, podemos reproducir nuestro rol histórico como economía semi-periférica o usarlo como palanca para inducir un proceso de cambio estructural. Si queremos inducir un cambio estructural productivo, de poco sirve sacrificar territorios locales para extraer litio destinado a abastecer la transición de otros países ricos, ni aprovechar nuestro sol importando paneles solares de China o nuestro viento con parques eólicos importados de Dinamarca (Hurtado, 2018). El desafío consiste en construir soberanía en el dominio de tecnologías para aprovechar los recursos. La oportunidad es enorme.

Para transitar un sendero de desarrollo virtuoso, se requiere una política anclada en las capacidades del país que sea capaz de integrarse en el proceso de transición energética mundial. Esto impone alinear las fuentes naturales disponibles con nuestras capacidades tecnológicas en momentos de cambio tecnológico. Sin embargo, como señala el especialista Diego Roger, más que una palanca para el desarrollo del país, el sistema energético “es y ha sido una traba para el mismo, manifestado en escasez de energía en momentos de expansión, en la necesidad de divisas que ha implicado su importación, o como en la actualidad, por sus elevados precios y volúmenes de subsidios asociados, que la transforman más en un espacio de captura de rentas que en una palanca del desarrollo nacional”. En pocas palabras, el sector de energía profundiza problemas estructurales del país.

Seguir nuestro propio ritmo

La desconexión desde hace décadas entre la política energética y la de industria desperdicia el poder de compra del Estado como herramienta de desarrollo -un elemento central para el desarrollo de industrias clave en diversos países. Entendiendo que la construcción de soberanía en sectores estratégicos del país es una condición necesaria para un desarrollo a largo plazo, uno de los objetivos centrales de una transición energética debe ser el manejo de tecnologías en el sector. Para lograrlo, es necesario seguir una agenda propia al ritmo del escalamiento de nuestras capacidades nacionales en función de nuestras fuentes naturales, y no en función de objetivos impuestos desde los Organismos Internacionales y sus mecanismos de financiamiento.

¿Cómo seguir una agenda propia? Analizando, por ejemplo, cuál es la capacidad nacional para producir turbinas eólicas, torres, aspas y demás componentes; y en base a eso generar una demanda desde el Estado para llevar la producción de molinos eólicos al 100% y escalarla cada año. Lo mismo para cada fuente de generación de energía. Esto genera que en el largo plazo, podamos avanzar hacia la pesificación de las tarifas, algo que aportaría mayor estabilidad macroeconómica.

Lamentablemente, esto es exactamente lo opuesto a lo que se ha hecho hasta ahora: hemos creado una ley que pone metas de generación de energía renovable, sin importar quien la produzca ni de dónde venga. Hay al menos dos indicios de que esto podría comenzar a cambiar: uno fue la reciente apuesta del Estado para convertirse en el accionista mayoritario de IMPSA, una histórica empresa industrial fabricante de equipamiento energético. El otro, es el recientemente lanzado Plan Productivo Verde, el cual declara como uno de sus objetivos “crear un conglomerado productivo de equipamiento, servicios y tecnología en generación renovable, garantizar la participación de actores nacionales en proyectos de generación renovable, esenciales para la transición energética. Este clúster se inicia con la participación activa de las provincias y una base en generación eólica, solar y pequeña hidroeléctrica”. Veremos qué pasa.

¿Y qué onda con la dicotomía desarrollo-ambiente?

Esta propuesta de transición energética al ritmo del escalamiento de la producción nacional hoy está ganando cada vez más peso entre especialistas del sector.

Este proyecto desplaza a la economía hacia la electricidad en por lo menos el 50% de la oferta primaria total para el año 2050, proviniendo un 70% de ella de fuentes renovables y en las que el país tiene capacidad tecnológica, y que a su vez maximizan las posibilidades de desarrollo del país, al tratarse de tecnologías con potencial de crecimiento que utilizan recursos con buenos rendimientos físicos, capaces de generar rentas termodinámicas. En el camino, se estima que puede generar más de un millón de empleos industriales, pesificar las tarifas y reducir la necesidad de financiamiento externo, entre otras virtudes.

Contar con escenarios de este tipo nos ayudan a discutir visiones de largo plazo y los mejores caminos posibles para llegar a ellas. Así, podemos transitar con mayor claridad y profundidad por discusiones incómodas que son centrales en la política energética en nuestro país. Sin dudas, una de ellas es qué hacemos con Vaca Muerta. Hoy, el debate se divide entre quienes ven a este proyecto como el potencial de desarrollo del país o entre quienes lo ven como el peor de nuestros males. Personalmente, contar con un horizonte a largo plazo como este, me permitió comprender el debate desde un “Vaca Muerta SI o Vaca Muerta NO” hacia un “Vaca Muerta como horizonte o como parte de un camino”. De esta forma, es posible verlo como una parte de un proceso de transición donde cumple un rol de abastecer de energía mientras vamos cambiando la matriz al ritmo de nuestra industria local. Ver cuál es el horizonte permite que la calidad de la discusión cambie, y sus resultados también. Creo que habitar una transición implica reconocer contradicciones propias de períodos en los cuales van a convivir los paradigmas que estamos dejando atrás con los que estamos creando.

Por todo lo dicho hasta ahora, la transición energética aparece en este siglo como una gran oportunidad para nuestro país de lograr un desarrollo verdadero y sostenido en el tiempo. No sólo surge como un proceso necesario para limpiar nuestra matriz energética, disminuyendo nuestra dependencia de combustibles fósiles; sino también para inducir una transformación estructural de la matriz productiva. Si cumple uno de los objetivos y desatiende el otro, sólo estamos hablando de un falso desarrollo, ya que para que este exista no debe haber ninguna dicotomía entre motorizar la economía y regenerar los ecosistemas.

 

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