(Nota de Prensa 010_2017) – El presidente de la Confederación Cooperativa de la República Argentina y de FEDECOBA, Ariel Guarco, repasa en el siguiente artículo los históricos compromisos del cooperativismo con la paz mundial y propone una serie de reflexiones acerca del rol que deben cumplir estas organizaciones ante los desafíos actuales.
La globalización hegemonizada por el capital financiero concentrado está poniendo en riesgo los acuerdos internacionales en base a los cuales los seres humanos intentamos convivir en Paz, dando lugar a nacionalismos xenófobos y belicistas, que sólo profundizarán las desigualdades sociales y territoriales.
Ello ocurre porque todo el sistema político internacional, laboriosamente forjado luego de las grandes guerras del siglo XX, pierde legitimidad cuando los derechos sociales son groseramente vulnerados y la concentración de la riqueza adquiere grados que afectan la sostenibilidad económica, social y ambiental del planeta.
Migrantes que huyen desesperados de sus países para chocar con los miedos de los habitantes de las regiones más desarrolladas, aumento de la xenofobia incluso en el discurso de primeros mandatarios o de candidatos a serlo, construcción de muros, restricciones arbitrarias a la inmigración, exacerbación de nacionalismos: todo esto no puede menos que evocar las peores experiencias de la historia moderna.
En nuestro continente, el peor ejemplo de esta tendencia es el muro que el gobierno de EEUU quiere construir en su frontera con México.
Justo allí, en esa frontera donde la violencia para evitar la inmigración ya lleva más muertos que el muro de Berlín. A 28 años de la caída de aquel muro que pretendía separar autoritariamente los sistemas, estamos viviendo el apogeo de nuevos muros que pretenden separar con violencia a los pueblos para defender a un mismo sistema.
Tanto entonces como ahora, al construir muros se está reconociendo la propia incapacidad para convivir y por lo tanto la incompetencia para liderar el destino de la humanidad.
Si se quieren evitar las tensiones entre Estados, y con ello la violencia y la guerra, es necesario disminuir la brecha de desarrollo entre estos y generar condiciones para el efectivo ejercicio de los derechos sociales por parte de los habitantes de cada territorio nacional.
Esto no es una novedad, es el aprendizaje que duramente hizo la humanidad en el siglo XX y que hoy está en riesgo por haber dejado las riendas del mundo en manos del capital concentrado.
La Carta de Naciones Unidas, aprobada en junio de 1945, en la salida de la Segunda Guerra Mundial, manifestaba que había que “crear las condiciones de estabilidad y bienestar necesarias para las relaciones pacíficas y amistosas entre las naciones” y que para ello se promovería “niveles de vida más elevados, trabajo permanente para todos, y condiciones de progreso y desarrollo económico y social” (Artículo 55)
Poco después, en diciembre de 1948, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, estas obligaciones asumidas por los Estados son reconocidas como derechos de cada miembro de la familia humana. En particular toda persona tiene derecho a obtener mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional “la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad” (Art. 22), e incluso tiene derecho a que “se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos” (Art. 28).
Todas estas obligaciones de los Estados y derechos de las personas son finalmente perfeccionados por el Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, aprobado en 1966 y en vigencia desde 1976.
En suma, estos acuerdos internacionales reflejan los consensos logrados a costa de sufrir la hecatombe de las dos guerras mundiales, y señalan la necesidad de garantizar los derechos sociales de todos los seres humanos como fundamento para lograr la paz, y que esto es un derecho que cada mujer y cada hombre puede reclamar a todos los Estados y a la cooperación internacional.
Los líderes políticos de hoy son apenas hijos o nietos de la generación que firmó estos acuerdos. Es inadmisible no tener memoria de estos aprendizajes. Toda retórica chauvinista y racista, toda apelación al desarrollo propio a costa de la exclusión del resto, toda medida que someta a la miseria y a la violencia a los pueblos menos desarrollados, es violatoria de las normas internacionales y atenta contra la paz.
En América, los acuerdos internacionales aprobados en las últimas décadas también reflejan claramente este consenso: el desarrollo integral es responsabilidad común y solidaria de todos los Estados parte de la Organización de los Estados Americanos.
La Carta de la OEA, de 1967, establece entre sus principios que “la justicia y la seguridad sociales son bases de una paz duradera” y que la “cooperación económica es esencial para el bienestar y la prosperidad comunes de los pueblos del Continente” (Art. 3).
Para ello en la misma carta, los Estados miembros, “inspirados en los principios de solidaridad y cooperación interamericanas, se comprometen a aunar esfuerzos para lograr que impere la justicia social internacional en sus relaciones y para que sus pueblos alcancen un desarrollo integral, condiciones indispensables para la paz y la seguridad”.
No hay paz sin desarrollo integral, concepto que “abarca los campos económico, social, educacional, cultural, científico y tecnológico” (Art. 30).
Lograr dicho desarrollo integral no es sólo responsabilidad de cada Estado, como reza el artículo 31: “la cooperación interamericana para el desarrollo integral es responsabilidad común y solidaria de los Estados miembros en el marco de los principios democráticos y de las instituciones del sistema interamericano”.
Este marco institucional luego fue perfeccionado por múltiples tratados interamericanos como la Convención Americana sobre los Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica), de 1969, o el Protocolo de San Salvador de 1988, que abogan en igual sentido.
Es decir, hay una historia de al menos 48 años de acuerdos interamericanos que procuran constituir a esta en una región de paz, entendiendo que “el sentido genuino de la solidaridad americana y de la buena vecindad no puede ser otro que el de consolidar en este Continente, dentro del marco de las instituciones democráticas, un régimen de libertad individual y de justicia social, fundado en el respeto de los derechos esenciales del hombre” y que para ello “habrá de requerir, cada día más, una intensa cooperación continental” (Preámbulo de la Carta).
Por otro lado, la Carta de la OEA reconoce las desigualdades entre sus miembros y promueve la cooperación internacional y la unidad latinoamericana como respuestas frente a esto.
En su artículo 44, los Estados parte convienen que “la cooperación técnica y financiera, tendiente a fomentar los procesos de integración económica regional, debe fundarse en el principio del desarrollo armónico, equilibrado y eficiente, asignando especial atención a los países de menor desarrollo relativo”, y, en el artículo 42, manifiesta que “la integración de los países en desarrollo del Continente es uno de los objetivos del sistema interamericano y, por consiguiente, orientarán sus esfuerzos y tomarán las medidas necesarias para acelerar el proceso de integración, con miras al logro, en el más corto plazo, de un mercado común latinoamericano”.
Es decir, el camino acordado no es un tratado de libre comercio de todo el continente, hegemonizado por los países más desarrollados bajo las premisas del neoliberalismo (como fue el proyecto del ALCA), ni es, mucho menos, la construcción de muros o los nacionalismos agresivos de las potencias económicas que se desentienden del desarrollo integral de todo el continente.
El acuerdo de los pueblos de América reflejado en la Carta de la OEA es la unidad de Latinoamérica para fomentar su desarrollo, y la cooperación internacional como responsabilidad continental para lograr la justicia social y el desarrollo integral como condiciones indispensables para la paz y la seguridad.
En ese camino, ya en el siglo XXI, los pueblos de Suramérica han procurado profundizar la integración con la creación de distintos organismos internacionales, como por ejemplo la Unión de las Naciones de Suramérica (Unasur) que tiene entre sus objetivos específicos la integración energética, de infraestructura, financiera y productiva, e incluso la “consolidación de una identidad suramericana a través del reconocimiento progresivo de derechos a los nacionales de un Estado Miembro residentes en cualquiera de los otros Estados Miembros, con el fin de alcanzar una ciudadanía suramericana”.
Es decir, mientras que en muchos de los países centrales prevalecen políticamente los discursos que instan a las sociedades a encontrar en el inmigrante la responsabilidad de los desordenes políticos y económicos, los países de Suramérica, con gobiernos de todos los signos políticos, han definido trabajar por una ciudadanía común, concepto superador del mero mercado común. Esta decisión política debe ser profundizada y ampliada como el camino alternativo y sustentable frente a los discursos de la xenofobia y el nacionalismo belicista.
Junto con el Unasur existen otros organismos igualmente orientados a la promoción de los distintos espacios regionales dentro de Latinoamérica y el Caribe, con similares objetivos de integración para el desarrollo económico y la ampliación de los derechos sociales, como ALADI, SELA, CAN, MERCOSUR, ALBA y CELAC. Todo ello supone una formidable experiencia que puede ser la base para lograr una auténtica unidad latinoamericana que asuma el proyecto político de la Patria Grande y muestre al mundo un modelo alternativo basado en el diálogo, la inclusión y la búsqueda de oportunidades para todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
Sin embargo este camino no será exitoso si no se comprende que la concentración del poder económico provoca injusticia social, y que esta es la base que carcome la paz entre los pueblos.
En términos del Papa Francisco: “Hoy en muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando la sociedad —local, nacional o mundial— abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es injusto en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por más sólido que parezca. Si cada acción tiene consecuencias, un mal enquistado en las estructuras de una sociedad tiene siempre un potencial de disolución y de muerte. Es el mal cristalizado en estructuras sociales injustas, a partir del cual no puede esperarse un futuro mejor. Estamos lejos del llamado «fin de la historia», ya que las condiciones de un desarrollo sostenible y en paz todavía no están adecuadamente planteadas y realizadas” (Evangelii Gaudium, 59).
Construir economía que responda a las necesidades de la comunidad, y no al lucro insaciable es entonces un camino que resulta necesario recorrer, teniendo conciencia que esto implica disputar espacios con el poder económico concentrado.
En este sentido, han sido muy claros los cooperativistas de las Américas en la Declaración Final de la IV Cumbre (Montevideo, Noviembre de 2016): “Los alarmantes datos acerca de la desigualdad en la distribución de la riqueza a escala mundial, son el resultado de procesos ligados a enormes desequilibrios de poder a escala planetaria. En la mayor parte de los casos las estrategias para el posicionamiento de estos actores pasa por contar con poder de mercado. El poder de algunos de los grandes grupos económicos de carácter global ha superado largamente el rol de los Estados Nacionales, y aún el de varios de los ámbitos intergubernamentales internacionales, lo que tensiona los conceptos mismos de democracia y las alternativas para el desarrollo de la mayoría de los países del globo. Disputar estos procesos de concentración y alcanzar sociedades más cercanas a las aspiraciones del movimiento cooperativo internacional en términos de bienestar para la mayoría de los habitantes del mundo, implica la disputa por las parcelas de poder que hoy concentran los grupos de capital trasnacional. Alcanzar las aspiraciones de igualdad y equidad que inspiran nuestro movimiento requieren de una acción consciente y sistemática. No cabe lugar ni tiempo para ingenuidades. La disputa es económica, social, cultural y comunicacional, política, territorial y ambiental”.
En este camino es necesario luchar para que los pueblos de América trabajen por la democracia económica, como modelo que enfrente al poder económico concentrado. Democratizar la economía implica promover el acceso en condiciones de equidad a los recursos bienes y servicios que requieren los habitantes de cada territorio, e impulsar empresas gestionadas democráticamente con el objetivo de satisfacer las necesidades de las personas por sobre la retribución al capital. En este punto la economía solidaria, y en particular el cooperativismo, tiene una amplia experiencia para ofrecer.
Como ya ha afirmado la Alianza, “las cooperativas se basan en un conjunto de valores y principios concebidos para promover la causa de la paz. Los valores de solidaridad, democracia e igualdad han ayudado a millones de personas de todo el mundo a promover la armonía social a través de un futuro económico más seguro. Las cooperativas desempeñan su función contribuyendo a resolver los problemas que desembocan en conflictos. Estos conflictos derivan de la necesidad de lograr estabilidad económica mediante un empleo seguro o una vivienda asequible, el acceso al crédito o a los productos de consumo, el seguro o los mercados o la satisfacción de una multitud de necesidades. Las cooperativas aseguran que las personas tengan alternativas auténticas a los fallos de los mercados o de los gobiernos, con lo que ayudan a ofrecer estructuras que ocupan y hacen participar a las personas. Las cooperativas abren un camino de inclusión, no de exclusión, y ofrecen a las personas la capacidad de auto-ayuda contribuyendo así a eliminar muchas de las condiciones que pueden acabar en un conflicto dentro de las comunidades y entre ellas” (Mensaje de la Alianza Cooperativa Internacional, Día Internacional de las Cooperativas, julio 2016).
La agenda de la democracia económica implica establecer normas y políticas que limiten el poder de los oligopolios en cada uno de los sectores, y promover una oferta de bienes y servicios en manos de la economía solidaria que garantice su acceso en condiciones de equidad, lo que incluye: promover una banca solidaria, controlada por la comunidad, que garantice que el ahorro regional se refleje en inversión local; construir una red de comercialización que garantice la defensa de los intereses del productor agropecuario comprometido con su territorio; forjar medios de comunicación que garanticen la democratización de la palabra frente al monopolio que hoy ostentan los principales grupos multimedia; impulsar la organización de los trabajadores para la gestión de sus propias empresas como medio de garantizar trabajo decente y compromiso con el desarrollo local; promover procesos de urbanización y vivienda al servicio de la comunidad y no de la especulación inmobiliaria; generar canales de comercialización controlados por los consumidores comprometidos con el consumo responsable, y tantas otras iniciativas que procuran modificar las condiciones concretas de producción y consumo como camino hacia la construcción de otra economía.
Ampliar y desarrollar la economía solidaria en el marco de una perspectiva de unidad latinoamericana permitiría promover el desarrollo sostenible, generar condiciones estructurales para garantizar la paz hacia el interior de los Estados (resulta crucial su papel, por ejemplo, en el proceso post conflicto en Colombia), para asimilar a los inmigrantes dentro de una perspectiva de inclusión y responsabilidad social, y para evitar los conflictos y la guerra entre Estados.
La paz debe ser sostenida por un modelo económico que la promueva. Esta ha sido y es una preocupación permanente de los cooperativistas. Un ejemplo es el pronunciamiento del Congreso de la ACI de 1913, en Glasgow, en las puertas de la Primera Guerra Mundial: “El Congreso desea fijar en el ánimo de los pueblos de todas las naciones la seguridad de que el motivo de la continuación del armamentismo y la posibilidad de conflictos internacionales desaparecerán cuando la vida económica y social de cada nación llegue a organizarse de acuerdo a los principios cooperativos; y señalar que el progreso de la cooperación es, por consiguiente, una de las más valiosas garantías para preservar la paz mundial”.
En forma coherente con esta línea de pensamiento, que ha sido permanente en el movimiento cooperativo, hoy debe señalarse que no hay posibilidad de impulsar el desarrollo sostenible como garante de la paz si no se democratiza el poder económico. Si la situación actual es producto de la concentración del poder económico, el camino es la desconcentración de ese poder. Si no hay democracia en la economía el mundo no es sostenible. Y por lo tanto no habrá condiciones para una convivencia pacífica.
De los conflictos no se sale con muros ni con monopolios. Se sale con democracia, con equidad, con servicios y productos pensados desde las necesidades y proyectos de la comunidad, y no desde el crudo interés del capital.
Para lograr que mujeres y hombres no se vean expulsados por la violencia y la miseria, es necesario reconstruir el tejido social. Y para eso no alcanza el mercado, donde sólo existen meras relaciones de intercambio. Deben construirse relaciones de reciprocidad, de compromiso comunitario. Debe construirse una economía donde haya lugar a la relación entre personas, donde se pueda decidir cómo producir y qué producir a partir del compromiso con la comunidad, y no del afán de lucro de los más poderosos.
A lo largo de estas líneas se ha expresado una profunda preocupación por los efectos devastadores de la globalización financiera y las políticas neoliberales, y por el creciente giro que están teniendo algunas políticas de los países más poderosos, que confían más en muros que en el diálogo para el desarrollo sostenible.
Esto, en el ámbito de América, implica una clara desviación de los mandatos de la Carta de la OEA, por lo que resulta necesario recordar su plena vigencia y exigir la reversión de políticas que claramente atentan contra sus mandatos. Muy particularmente, es necesario un pronunciamiento de las mayorías de este continente contra el muro que EEUU quiere construir en su frontera con México.
También se ha dicho aquí que en América existe claramente un desequilibrio en el desarrollo de las distintas naciones que la integran, y que para revertir esto es necesario que los países menos desarrollados se integren, como específicamente manda el artículo 42 al Carta de la OEA.
El camino para la consolidación del desarrollo sostenible de todo el continente es entonces la unidad latinoamericana y el efectivo cumplimiento de los compromisos de cooperación interamericana entre todos los países firmantes de la Carta de la OEA.
Finalmente se ha dicho que este camino será exitoso si consolidamos un fuerte sector de la economía solidaria, que contribuya a la democracia económica, y dispute espacios a la economía concentrada que es la responsable de la injusticia social que pone en riesgo la paz entre los pueblos.
Sin embargo, toda esta visión de raíz latinoamericana y vocación solidaria, sólo será posible si caminos similares son recorridos por el resto de los pueblos del planeta.
Si lo que se debe enfrentar es un modelo global de exclusión y concentración de la riqueza, se requieren respuestas también globales basadas en los derechos humanos y la solidaridad.
En este camino es necesario que todos los hombres y mujeres, y muy especialmente quienes integran el movimiento cooperativo, reclamen un significativo aumento de los esfuerzos de cooperación internacional dirigido a reducir las enormes brechas sociales que están provocando violencia y creciente inestabilidad política, en el marco de los compromisos asumidos en la Carta de Naciones Unidas y de los derechos reconocidos por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y exijan el abandono de toda política de exclusión y violencia, y de toda retórica de carácter chauvinista y xenófobo.
Pero esto no será suficiente, sino logramos consolidar, a escala global, un cooperativismo integrado que como eje de la construcción de un amplio campo de la economía solidaria, esté en condiciones de contribuir a un nuevo orden económico, sin globalización financiera y sin muros.
La unidad en solidaridad y democracia de consumidores, productores y trabajadores de cada territorio y de todo el mundo debe ser la herramienta para interpelar al poder económico y promover una economía distinta, que sea compatible con los objetivos de paz y desarrollo que priman en todos los acuerdos internacionales. De lo contrario los pueblos quedarán atrapados entre las variantes de la globalización financiera y sus políticas neoliberales, y el chauvinismo belicista que focalizando su odio en los otros, cualquiera sean estos, justificará la defensa de los intereses del mismo capital concentrado.
Dr. Ariel Enrique Guarco
Presidente de la Confederación Cooperativa de la República Argentina (Cooperar)
Buenos Aires, febrero 2017
——